Uno de los capítulos recientes más alentadores y promisorios de la política ha sido la comparecencia ante la Cámara de Diputados, del consejero presidente del INE, Lorenzo Córdova. Como se esperaba, la mayoría tuvo una actitud hostil que, por algunos momentos, llegó a la falta de comedimiento e incluso a la franca grosería. Pero el escándalo no afecta al compareciente, sino a quien, propiciándolo, exhibe que no está a la altura de la honrosa representación que ostenta.
Pero anécdotas sobre la ausencia de un diálogo republicano aparte, lo difícil de comprender es la disminución a la propuesta de presupuesto planteada por el INE a la Cámara. La mayoría legislativa señala que está dispuesta a aprobar un presupuesto similar al de 2019, pero a diferencia de aquel año, en 2022 habrá seis elecciones de gobernador y, seguramente, una consulta para la revocación de mandato que Morena promueve.
Se puede entender y compartir la exigencia de austeridad, la necesidad de ahorros para reducir el gasto. La cuestión es que los procedimientos que habrá de emprender el INE, los que están en la ley y se corresponden a lo que los partidos han demandado históricamente en materia de certeza, legalidad, independencia, autonomía y transparencia, tienen un costo elevado.
Comparto la idea de que es mucho lo que se gasta en materia electoral. No tanto por las prerrogativas a los partidos, sino porque se hizo del INE una institución modelo para un país que históricamente ha desconfiado de los procesos electorales y para ello se le dotó de personal profesional, patrimonio y de instrumentos costosos como es el padrón electoral. Aún así, por los resultados se puede decir que ha sido un dinero bien invertido.
El INE está expuesto como nunca, al escrutinio, no tanto público como desde el poder. Sin embargo, una evaluación objetiva revelaría que es de lo mejor en cuanto a los órganos autónomos, por la confiabilidad y profesionalismo mostrados en su desempeño. Ahora tiene la encomienda de prepararse para una consulta que plantea el más grave de los escenarios, tan improbable como indeseable: la revocación del mandato del Presidente López Obrador. Precisamente por ello no debe haber recursos ni medios para regatear.
La democracia fortalece el debate sobre los asuntos públicos y el debate fortalece a la democracia. Los órganos representativos, como es el Congreso, son por excelencia espacios para la deliberación y la confrontación de ideas, esenciales en un sistema político liberal como el nuestro. Sin embargo, esto no es suficiente. Sin demeritar la importancia del Poder Legislativo, muchas de las determinaciones requieren una discusión más allá del espectro parlamentario.
La reforma eléctrica es un buen ejemplo de la necesidad de una discusión amplia, incluyente y con apertura mediática. Las encuestas de GCE y El Financiero coinciden; hay dos aspectos a destacar muy preocupantes: el escaso conocimiento de la población sobre su contenido y en contrasentido, el apoyo mayoritario a la propuesta presidencial.
Como tal es una buena decisión la convocatoria del líder de la mayoría en la Cámara de Diputados, Ignacio Mier, para que el sector empresarial participe de las necesarias discusiones sobre el futuro del sector, y ampliar el término para su aprobación. Es imprescindible la opinión de los empresarios y sus organismos. Sus preocupaciones son genuinas y deben estar presentes en el debate. Pero no son las únicas. Expertos en el tema, organizaciones ambientalistas e inversionistas en energías limpias deben estar presentes, igual que los especialistas en materia internacional, no sólo para enmarcar globalmente la iniciativa presidencial, sino para evaluar sus efectos en materia de inversión, medio ambiente y posibles controversias legales.
Desde luego que la decisión final corresponde al Constituyente permanente. Los partidos políticos, en su mayoría, así como las fracciones parlamentarias han definido posición. Es evidente que no hay mayoría calificada, posiblemente ni siquiera mayoría absoluta a favor de la propuesta en sus términos originales. Pero no es un ajuste o cambios menores lo que la harían viable, sino un proyecto totalmente diferente. Precisamente para eso son las deliberaciones incluyentes, para que los legisladores normen sus criterios y hagan ejercicio de un voto razonado e informado. La tarea mayor está del lado de quienes se oponen a la propuesta, porque el gobierno y quienes están a favor han hecho muy bien la suya.
Hasta hace poco existía la idea generalizada de que al Presidente López Obrador se le habría de reducir su nivel de aceptación popular a partir de los magros resultados del ejercicio de su gobierno. La realidad es que la evaluación del mandatario está desvinculada de la eficacia o ineficacia de su administración. Casi todos los estudios coinciden en una calificación próxima a 60 por ciento para el mandatario, y una reprobación en los principales planos del desempeño a su gobierno.
Las explicaciones se centran en el protagonismo mediático, que fija los términos de la agenda y crea polémica que distrae del escrutinio sobre lo relevante. Algo hay de cierto, pero tal idea es insuficiente para explicar el fenómeno. Hay dos aspectos que se deben incorporar: la forma de la comunicación y la conexión que existe entre lo que dice el Presidente y los valores, sentimientos y emociones que imperan en la sociedad.
Efectivamente, la forma coloquial, simple y en ocasiones prejuiciosa del lenguaje presidencial hace llegar el mensaje con mayor efectividad, especialmente si se compara con la formalidad de la comunicación política convencional. Lo disruptivo es lo de ahora.
El que el Presidente haya mantenido un perfil de activista social después de llegar a la Presidencia le ha permitido dar continuidad a la adhesión de origen. El presidencialismo exacerbado y el estatismo a contrapelo de la democracia, tiene profundas raíces en el imaginario colectivo.
El ejercicio del gobierno es de razones; no así la comunicación. Lo emotivo cuenta, y mucho. Allí es donde están las fortalezas discursivas del Presidente, particularmente por la polarización en la que el pasado es repudiado ampliamente.
Sin embargo, conviene preguntar: ¿Para qué sirve la popularidad? Sirve para mucho, pero no para todo. Para cualquier gobierno es mucho más fácil actuar en medio del consenso ó la aceptación mayoritaria, que en el repudio. La cuestión es que la política inevitablemente debe pasar la prueba de los votos. Ya se vio en la elección intermedia. Puede haber amplia aceptación presidencial, pero no necesariamente votos por su partido, precisamente porque al votar lo que se evalúa no es un proyecto político o una forma de gobernar, sino una persona.
El descontento y las condiciones emocionales de la sociedad mexicana vuelven sumamente complicado y difícil un debate medianamente racional. La polarización lo impide. El intercambio de ideas se torna en insultos y descalificaciones. A pesar de los avances en las libertades, la democracia y la pluralidad, hoy tenemos condiciones que parecen adversas para la coexistencia de las diferencias y la identificación de objetivos y espacios de interés común.
En la democracia occidental, los procesos electorales han sido catalizadores de los sentimientos colectivos. La indignación con el orden de cosas prevaleciente dio espacio para que un proyecto disruptivo como el que encabeza López Obrador llegara a contar con el aval mayoritario de la población. Eso ocurrió hace tres años y por la manera como se gobierna, esa emoción no se ha abandonado. Después del resultado el ganador no convocó a la concordia, tampoco dio por terminada la contienda y un ambiente de beligerancia ha predominado a lo largo de la primera mitad del sexenio. La guerra sacrifica la verdad, mina la confianza en el otro y polariza a la sociedad, esto es, no hay terceras opciones, la lealtad es total o no lo es.
El desencuentro se ha prolongado más allá de lo deseable y tal parece que habrá de prevalecer hasta la otra estación de paso que será la elección de 2024. Por el momento influye en el debate sobre la reforma constitucional en materia de energía eléctrica. Ciertamente, el Presidente dio señales de aceptar modificaciones al proyecto de origen, pero lo hizo a condición de que se mantengan las premisas básicas que lo inspiran, es decir, nada moverá al gobierno del objetivo de restituir el poder a la burocracia, desconocer la función de las instituciones del Estado y cambiar la normatividad sobre las cuales se realizaron inversiones y se pactaron contratos y compromisos.
Lo que está en riesgo no es menor; es la pérdida de un bien fundamental para México, la certeza de derechos. Difícil situación para el debate racional: el régimen con todos sus recursos a la ofensiva, y enfrente, una oposición dividida, callada y confundida, así como empresas inmovilizadas y sin representación eficaz para hacer valer su voz.
No debiera sorprender que, en una medición de opinión pública sobre la iniciativa presidencial de modificar radicalmente el paradigma asociado a la industria eléctrica, ganarían con claridad los que están a favor. No es que el régimen tenga razón, simplemente la postura de la reforma comunica mejor que la de sus opositores. En mucho tiene que ver el martilleo de las conferencias mañaneras del Presidente, pero también la mediocre respuesta de quienes se oponen.
Por ejemplo, señalamos aquí que el esquema vigente le da rectoría al Estado y lo hace a través de órganos autónomos. Sus integrantes son servidores públicos, no empleados del gobierno y su nombramiento, término de ejercicio y status autónomo, les permite actuar bajo criterios técnicos y no políticos o ideológicos. La propuesta bajo discusión lleva todos los planos de la industria no al ámbito del Estado, sino del gobierno y de su empresa: generación, transmisión, suministro y comercialización. La participación privada en generación no parece necesariamente razonable porque sólo se la compraría la CFE y al precio que ésta determine. La propuesta no es estatista, es burocrática gubernamental.
Los opositores en el ámbito de la sociedad y de la política carecen de tres cosas: una narrativa clara, ausencia de réplica y un articulador de la comunicación. No corresponde a las empresas la respuesta, sí a los organismos empresariales. También a los gremios o asociaciones que se verían afectados, como serían las de corte ambiental. Los comunicados son una fórmula muy pobre de participación en el debate y es un error inadmisible conformarse con ello.
El bloque opositor se vio entrampado y confundido por la postura vacilante y ambigua del PRI. La respuesta del partido debió consensuarse en la alianza opositora. No fue así. Sin embargo, en ese partido hay quien cree que se gana más con una postura diferenciada, “propia”, lo que es un acto de traición y una concesión a un adversario muy poderoso y decidido a emplear todos sus recursos para ganar este debate, y no solo eso, para desaparecerlos.
Los opositores debieran tomar más en serio al régimen y al presidente López Obrador. Actuar con la determinación y la contundencia que sí tiene el de enfrente.
Ante la impopularidad de los partidos, es explicable la simpatía a la iniciativa de cinco destacados senadores de integrar una fracción parlamentaria sin apego a partido político alguno. La realidad es que los integrantes de ese grupo fueron electos por partido político y por representación proporcional, lo que obliga a la reflexión sobre la naturaleza de la representatividad.
La democracia moderna se funda en partidos. Así es porque es difícil que el voto se resuelva a partir de individualidades. Incluso, la democracia norteamericana remite a los partidos como fórmula de integración de la representación popular o de las entidades. Los partidos cuentan de manera fundamental, aunque pueda haber circunstancias excepcionales que hacen presente el voto legislativo al margen de la línea partidaria.
Las senadoras y senadores que integran el grupo independiente de los partidos son de lo mejor de la Cámara alta; sin embargo, el origen de su representación es el partido que los postuló. El tema debe resolverse al interior de las fracciones de las que forman parte. Ciertamente, la democracia representativa es subvertida no por la exigencia ciudadana, sino por la partidocracia. Como tal esa lucha debe darse sin debilitar a los partidos. Sin duda, el prestigio de las y los integrantes del grupo dan para pensar el valor de su lucha, aún cuando algunos fueron electos como candidatos externos.
Lo acontecido es una llamada a los partidos políticos para fortalecer su condición de articuladores de la representación política no sólo al momento electoral sino también cuando sus candidatos han llegado al cargo. Por impopular que parezca, la responsabilidad colectiva sujeta a las definiciones de partido es propia de la democracia representativa, que aceptaron con la candidatura quienes conforman la iniciativa.
Queda claro que en la democracia representativa los legisladores no se representan solos, sino que conforman grupos parlamentarios de conformidad al partido que los llevó a la responsabilidad. En todo caso, deberá modificarse la ley para dar cabida a los legisladores cuyo origen es el de candidatos independientes, no así a los legisladores electos por partido o por la vía de la representación proporcional.
En la Suprema Corte de Justicia de la Nación está por resolverse un tema fundamental para la comunidad científica y tecnológica, asunto ventilado por la Federación Nacional de Sindicatos del Sector de Ciencia y Tecnología y por algunos investigadores en medios de comunicación. En términos simples, se trata de una resolución de corte laboral para que los académicos y un segmento de la investigación científica médica, sean adscritos al apartado B del artículo 123 constitucional aplicable a los trabajadores al servicio del Estado, en lugar del apartado A, régimen al que actualmente pertenecen.
Al respecto se deben ponderar las ventajas y desventajas. Poco hay que lo justifique más allá de una interpretación rigorista de la Constitución y de una opinable definición sobre la naturaleza de los organismos a los que pertenecen los académicos, científicos y médicos. El tema fundamental es la certeza de derechos. La condición de trabajador de confianza del gobierno compromete la estabilidad laboral, ya que los empleados con tal carácter pueden ser removidos o suspendidos de formas discrecionales.
Se ha dicho que la resolución no aplicaría retroactivamente, esto es, que los académicos y científicos no serían afectados en sus derechos. Esto significaría que habría dos regímenes laborales, lo que a su vez compromete el principio de igualdad o equidad entre los académicos. Unos de primera, los existentes, y otros de segunda, los nuevos. Todo en detrimento de los institutos y de la actividad que realizan en bien del país y del desarrollo científico nacional.
Debe llamar la atención que los trabajadores en el marco del apartado A, tienen asegurados sus derechos a través de contratos colectivos, que regulan sus condiciones de trabajo. Más ahora con la reforma laboral que garantiza la democracia sindical. En el apartado B no hay tal y las formas de asociación, negociación y contratación son claramente adversas para los trabajadores.
El país requiere de sus científicos y académicos. Su tarea es fundamental para el desarrollo nacional. Es deseable que el máximo tribunal considere las implicaciones de sus decisiones y con un espíritu garantista resuelva por la continuidad de este sector en el marco del apartado A.
Gobernar un estado es una experiencia singular, se vive con intensidad y al término siempre se tiene la impresión de que se hizo todo lo posible para honrar el voto que los llevó al poder. No es un tema de evidencias ni de razones, es, fundamentalmente, de emociones. Seis años son muchos y la realidad es que, al concluirlos, ya no estarán los problemas cotidianos y los dilemas propios del ejercicio del gobierno, pero tampoco los privilegios o todo aquello que invariablemente acompaña con amabilidad al poder.
Recibir del Presidente de la República la invitación para continuar en el servicio público es anhelo de muchos y adquiere relieve cuando es de un partido distinto. Es explicable que los gobernadores de Sinaloa, Quirino Ordaz y de Nayarit, Antonio Echevarría, se sientan honrados por el llamado del mandatario de continuar en el servicio público, el primero en la representación del país en España y el segundo en una responsabilidad por definir. Ambos aceptaron.
En medio del ambiente de polarización se entiende la desconfianza de sus correligionarios por la decisión. No debiera ocurrir así, debiera entenderse como un gesto de reconocimiento. Sin embargo, la diferencia no está en los cargos a los que van, ni en los partidos o estados de los que provienen, sino en la conducta que cada cual muestra frente a la oferta del presidente.
El ex gobernador de Nayarit comete la falta de actuar con imprudencia e insensibilidad ante la inquietud de sus compañeros de partido. Incluso, reniega militancia cuando ha usufructuado tal pertenencia. La militancia no es una credencial ni un club, es la identidad que se tiene con una organización a la que se debe. Las diferencias con sus dirigentes son aparte. La gratitud no es lo suyo.
Caso diferente el del ex gobernador de Sinaloa. Además de un tono mesurado, entiende lo que es, una invitación personal y, en todo caso, mantuvo comunicación con la dirigencia de su partido para encontrar una salida respetuosa para todos. Además, el perfil de Quirino Ordaz es el adecuado para recuperar los términos positivos y constructivos de la erosionada relación entre ambas naciones y que el sector empresarial, de aquí y de allá, encuentren una instancia con conocimiento de formas y compromiso de estadista.
Resulta interesante hacer una reflexión de lo que hoy se piensa de la economía a 20 años de los atentados del 11 de septiembre, que para muchos fueron el símbolo de un cambio de fondo del sistema. Por ello hoy vamos a revisar el libro La economía de las desigualdades: cómo implementar una redistribución justa y eficaz de la riqueza de Thomas Piketty.
El profesor de Economía de la École d’Économie de París que, al parecer, ha logrado resolver los crucigramas de la economía de nuestro tiempo, hace en este libro un análisis minucioso de los mecanismos socioeconómicos que producen la desigualdad, con el objetivo de tamizar las teorías económicas sobre la redistribución de la riqueza. La economía de las desigualdades es lo mismo un libro de teoría que una explicación de las fuentes econométricas sobre las que deberían estar sustentadas las especulaciones económicas (estadísticas, cifras, porcentajes y encuestas oficiales de países como Francia y Estados Unidos). La razón de Piketty para llevar a cabo esta tarea es que, por una parte, pese a la resonancia política y social de la desigualdad económica, las teorías al respecto, de derecha o izquierda, parecen obviar los índices econométricos, mediciones indispensables para cualquier juicio, al tiempo que hay escasez de estadísticas para muchos casos.
¿Qué es la desigualdad? Piketty responde que, desde la Revolución Industrial, la desigualdad social y la redistribución de la riqueza han sido trazadas en términos de oposición entre el capital y el trabajo, ganancias y salarios, empleadores y empleados. La desigualdad se describe como la oposición entre los que poseen el capital, los medios de producción, y los que no. La fuente principal de desigualdad sería la disímil e injusta distribución de la propiedad del capital: “El simple hecho de que el capital reciba una parte positiva de los ingresos parece contradecir los puntos elementales de la justicia social y plantea de inmediato la cuestión de la redistribución.”
Al lado de esta desigualdad entre poseedores de medios de producción y obreros, encontramos una inequidad más moderna, la de los salarios, que en realidad ha venido a ocupar el objeto central de todo análisis económico contemporáneo. En Francia durante el 2000, por ejemplo, la diferencia de salarios entre el 10 por ciento más pobre y el 10 por ciento más rico de la población fue de 75 por ciento. Este tipo de cifras es suficiente en los países desarrollados para suscitar un debate acalorado sobre las diferencias económicas. Piketty esboza que los porcentajes de desigualdad en los países latinoamericanos, al ser mayores, son relevantes para la opinión pública de los llamados países desarrollados, lo cual hace patente la confrontación económica entre el centro y la periferia.
¿De derecha, izquierda o ninguna? Para Piketty, las tradicionales visiones sobre la redistribución de la riqueza, tanto de derecha —comúnmente entendidas con el concepto de “liberalismo de derecha” — como de izquierda —provenientes de los socialistas del siglo XIX, especialmente Marx— coinciden en que la justicia social significa que el Estado debe erradicar la indigencia y mejorar la suerte de los menos favorecidos. Sin embargo, encuentran su diferencia en la forma de llevar a cabo esa tarea: la derecha opta por la “redistribución eficaz”, mientras que la izquierda, por la “redistribución pura”.
Cualquiera que sea la doctrina económica, las políticas de redistribución no son sencillas. De eso, el economista nos da un ejemplo: en Chicago, en 1966, se hizo un estudio que demostró que, aunque el gobierno de los Estados Unidos invirtió sumas considerables para mejorar el aparato educativo de las zonas marginadas con la esperanza de ayudar a sus habitantes a superar su condición de pobreza y exclusión, el porcentaje de ciudadanos que ascendieron socialmente gracias a estas políticas fue casi nulo. La administración en turno se preguntó cuál fue el problema: el caso es que no se había atendido el ámbito familiar, donde la desigualdad echa raíces más profundas psicológica, sociológica y materialmente.
Queda claro que la justicia social es un problema que abarca todos los aspectos de la vida y que de nada sirve un Estado “asistencialista” que enfoque sus políticas de redistribución en ámbitos únicos e inconexos. Se trata entonces de establecer políticas sociales integrales que enfrenten a cabalidad todas las serpientes de la medusa social vigente. ¿Un compromiso entre teorías? Piketty llama a los economistas a que conozcan la historia y los debates de su ciencia; enfatiza en el sinnúmero de malentendidos en que los economistas han caído debido a una formación que descuidó su propia historia. El problema medular es que estos errores se perpetúan en las academias y resultan nocivos cuando tienen injerencia en la gestión pública.
Una de las virtudes de la obra de Piketty es su detallada exposición de muy diversos temas y modelos teóricos. Así, los impuestos, la fiscalización y la seguridad social se contrastan con las estadísticas pertinentes. De lo anterior, surge una esquematización benéfica para la comprensión no ya sólo del economista, sino del lego que se preocupa por las dinámicas que mueven todos los días a su sociedad.
Piketty hace eco de y actualiza aquella frase de Sir Francis Bacon: “Vieja madera para arder, viejo vino para beber, viejos amigos en quien confiar y viejos autores para leer”. Hace hincapié en que no necesariamente lo que se vulgariza se pierde, como ha sucedido con algunas de las propuestas teóricas de la economía. El reto de la producción intelectual está en lograr construir propuestas que se vuelvan casi lugar común de la vida cotidiana, por ello impresiona que el destacado semanario británico The Economist haya llamado a Thomas Piketty “un Marx moderno.” ¿O será que nuevos fantasmas recorren el mundo?