Lo que se dice en la política no necesariamente se corresponde a lo que se hace. No es contradicción, tampoco calculada hipocresía, atiende a dos objetivos que subyacen en el ejercicio del poder: la eficacia de los resultados y la aceptación o acuerdo con el gobierno. Hay gestiones que privilegian lo primero; su virtud es el largo plazo, su defecto es que al subestimar el consenso incrementa los costos políticos, la colaboración y apoyo, así como los malos resultados en las elecciones.
Un gobierno que privilegia el acuerdo o la aceptación se fortalece al contar con un amplio consenso, aunque no siempre con sus decisiones sí con quien las emprende. Su mayor debilidad es que en el acumulado del tiempo sacrificar responsabilidad por popularidad tiene un desenlace dramáticamente desastroso. No se advierte en la coyuntura, pero en la perspectiva se avizora un horizonte problemático.
El gobierno del presidente López Obrador se corresponde a este segundo modelo. Sin embargo, es un error suponer que el gobierno hace lo que dice. Para bien, en diversos temas se toman decisiones que cuidan aspectos que no son evidentes en lo que se dice. Esta es una de las razones por las que un sector del empresariado nacional y mantiene una postura de entendimiento y apoyo virtual al presidente. Los empresarios extranjeros son más pragmáticos y sus determinaciones económicas se relacionan con las reglas y las decisiones, no con gestión o diálogo gubernamental.
El exceso retórico tiene consecuencias, para bien, si se trata de ganar favor de la base social y para mal por la manera como se decodifica el mensaje presidencial. Así, por ejemplo, reiterar la defensa de la estrategia de seguridad en abrazos no balazos suele ser entendida como una inexplicable permisividad al crimen organizado, aunque las fuerzas armadas y la Guardia Nacional tengan por cierto que no es el caso.
El tercer tercio del sexenio suele ser el más complejo y el más inmanejable. Se estrechan los meses que quedan y por razones sucesorias el poder se reduce en perspectiva. Las obras y los programas difícilmente verán feliz término porque los recursos y el tiempo no alcanza. En este periodo es cuando adquiere dimensión
La nueva realidad política del país obliga a pensar con realismo. Es preocupante la actual circunstancia de desencuentro, encono y polarización, y más grave aún, que este clima se extienda después de la renovación de poderes en 2024. Que eso ocurra o no, dependerá de los actores de hoy día y sobre todo, de que se entienda que, sin abandonar causa, la reconciliación es la ruta que exige el futuro.
El ambiente existente podría acentuarse por la disputa por el poder. Lo relevante por el momento es el cuidado a las reglas del juego, no debilitar a las instituciones que le dan cauce a la competencia y que la confrontación no implique el exterminio del otro, sino la coexistencia. El esfuerzo fundamental no es nada más entender al otro, sino ser el otro.
La reconciliación no sólo aplica a las fuerzas políticas en competencia; las autoridades son parte relevante, así como las élites. El estilo personal de gobernar del presidente López Obrador es un factor clave del liderazgo social y político sobre un espectro amplio de mexicanos, pero también es un elemento de confrontación y polarización. Con crudeza debe asumirse que él así continuará. En todo caso, la exigencia al mandatario debe centrarse en el cumplimiento estricto con la ley y el respeto y cuidado que debe al régimen institucional que lo llevó al poder.
La sociedad está dividida. No es un tema de mayorías, que sería relevante para objetivos electorales, pero no para transitar al futuro. La inseguridad y la economía están en el centro de las preocupaciones, desgraciadamente la prioridad del gobierno es la continuidad de los proyectos y obras emblemáticas en curso.
La disputa electoral se anticipa encendida. El partido en el gobierno ha mostrado un desentendimiento por los tiempos formales para la selección de candidatos y fracturas hacia su interior. Por su parte, en la oposición se encaran dificultades para construir una coalición amplia para 2023. Es muy preocupante que el INE y el Tribunal no adviertan las consecuencias sobre el derecho a ser votado en determinaciones de equidad de género para cargos unipersonales, aspecto no legislado. Replican lo mismo que reclaman al presidente, desentenderse de la ley, que los obliga a cuidar la institucionalidad democrática.
Hace mucho sentido que Morena haya dado un paso importante hacia su institucionalización con la integración de su órgano colectivo de gobierno. Hacerlo mediante la participación de la base es complicado, más si esto ocurre en la proximidad del proceso sucesorio. De haberse dado en los primeros dos años del actual gobierno, no habría presentado los problemas del pasado fin de semana.
Los partidos, todos, viven una crisis estructural que remite a la dificultad de la representación política en la sociedad de hoy día. Desde hace décadas la inercia electoral ha desdibujado a estas organizaciones como articuladoras de un proyecto político o ideológico. Un partido que no gana elecciones es un partido que desaparece o en el mejor de los casos se vuelve testimonial. Para cobrar fuerza y permanencia deben lograr, al menos tres cosas: una base electoral estable, un segmento de simpatizantes y una identidad que concite interés y, eventualmente, votos del gran público. Pero el triunfo electoral genera inercias que también resultan perniciosas.
La mejor forma de enfrentar los retos es la institucionalización, que tiene que ver al menos con tres aspectos: programa, reglas y gobierno. Lo segundo es clave: requiere de fórmulas colegiadas de decisión. Un partido a merced de un dirigente o de una instancia de autoridad, es una organización débil por más prometedor que sea el momento. Estimo que este es el reto mayor de Morena. El objetivo es trascender hacia el futuro más allá de su actual fortaleza, derivada del liderazgo personal de Andrés Manuel López Obrador y del acceso al gobierno y a la representación política.
Los tiempos adelante son desafiantes para el partido gobernante, aunque en la proximidad perfile un futuro promisorio. El movimiento no transitó con claridad institucional en la mejor circunstancia. Se decidió hacerlo cuando los intereses que convergen en su interior enfrentan el reacomodo de poder derivado de la sucesión. Parece, además, que pierden de vista que López Obrador concluirá en poco más de dos años su ciclo de gobierno, y que ningún partido en una democracia puede visualizarse a sí mismo permanentemente en el poder. Institucionalizarse para competir en buena lid les exigirá todavía un mayor esfuerzo de cultura cívica.
El mundo y México viven un estado de ánimo de enojo. En tiempos de posverdad, las razones se vuelven emociones y así, es más difícil superar los retos y los conflictos en términos lógicos. Es evidente en el día a día: amplias franjas sociales están descontentas, lo mismo con la situación del país, que con los problemas propios de la entidad o la comunidad en la que viven.
Una de las características de este semblante social es que el enojo se proyecta a los demás, no hacia uno mismo. Como si el entorno sólo fuera responsabilidad del vecino, del alcalde, del gobernador, del presidente, de los otros. Así, una circunstancia que podría ser virtuosa si diera lugar a un cambio constructivo y positivo en el conjunto de la sociedad a partir del análisis racional, se ha convertido en un lastre que dificulta todavía más encontrar respuestas a la adversidad.
El éxito político y electoral de las experiencias populistas, incluyendo la nuestra, se explica por líderes que dan cauce al descontento, pero pocas veces para mejorar el estado de cosas. Se identifican los problemas, sus causas, pero se aplazan o de plano se desdeñan las soluciones. Peor: se toman acciones que profundizan la crisis. Por ello el ciclo del populismo, en la mayoría de los casos, es de corta vida, a pesar de la intensidad en su momento de vigencia.
Como fenómeno social, el enojo colectivo antecede al triunfo de López Obrador y de su proyecto político, pero también lo explica en sus magros resultados. En la coyuntura actual de decepción in crescendo, México requiere que este sentimiento tenga cauce por la vía institucional, especialmente en los partidos políticos, las organizaciones civiles, los medios de comunicación y las elecciones. Lo peor es que sea la protesta callejera la que cobre fuerza y que su sujeto sean las masas, no el ciudadano; si ya existe, lo óptimo es hacer de esta energía colectiva motor de una transformación virtuosa, que realmente empodere a la gente en un sistema de representación capaz de expresar la pluralidad del mosaico social, cultural y regional que es México.
El enojo puede ser el punto de partida para un mejor país en la medida en que cada quien se entienda parte de la solución, y no como un actor pasivo decidido a que alguien más haga su tarea.
Las reglas de la política y de la democracia son inexorables, independientemente de la singularidad de los tiempos y del estilo de gobernar de quien está al frente del poder. El mandato se circunscribe a un período establecido, y si bien es natural el anhelo de trascender, la realidad y la ley han impuesto los límites y frenado cualquier despropósito. Los gobernantes que se resisten a entender el ciclo natural del mandato son quienes padecen el tramo más complicado de una administración, el cierre de gobierno.
El tercer tercio de la gestión presidencial ocurre en medio de la baja expectativa interna y externa sobre lo que puede realizarse y el siempre complicado proceso de sucesión. Existen dos planos contradictorios: por una parte, una idea de plenitud del poder, asociado a la decisión de compartirlo con quien es elegido para dar continuidad al proyecto político. Por la otra, su merma natural, presionando al gobierno en centrarse en consolidar lo que está en curso, con muy poco espacio para nuevas iniciativas o proyectos.
Así, es menester que el presidente centre su atención en el aterrizaje de su gestión pública. En el tercer tercio cobra dimensión el tiempo y la preocupación más relevante es concluir los proyectos y dejar las mejores condiciones posibles al próximo gobierno. Política y administración convergen, y con frecuencia, los objetivos de la primera comprometen el buen ejercicio de la segunda.
En este contexto, a los gobernados nos preocupan las consecuencias del desencuentro con los socios comerciales por el capítulo energético del acuerdo comercial. Es evidente que el Presidente tiene la convicción de que el tratado no define un marco particular en materia petrolera y energía eléctrica (“ajustes de forma” Seade dixit), postura diferente a la de los gobiernos de EU y Canadá.
La realidad es que el tratado define procedimientos y tiempos para la solución de diferencias. La cuestión central es que, si se concluye que México incumplió el TMEC, se complicarían las exportaciones mexicanas y se impondría una sanción cuyo monto tendría un severo impacto a las finanzas públicas. Hay razones sobradas para ver el tema con preocupación. Sería un pésimo cierre de gobierno y un golpe a la expectativa de futuro del país.
La base de toda autoridad es la Constitución, documento fundacional del Estado, que encarna el sentido republicano de la autoridad. Su espíritu se manifiesta a través de procedimientos, reglas y principios que están definidos y determinados por la ley. En una democracia no hay otro argumento que el de la legalidad en su origen y desempeño. Por lo mismo, no hay otra justicia que la legal. Para una autoridad no existe el dilema de la ley o la justicia, porque no hay otra justicia que la legal.
No es poco lo que hemos alcanzado en las últimas tres décadas en términos de desarrollo político. Lo más relevante es la democracia electoral y las instituciones que se han creado para dar certeza, confiabilidad y veracidad al sufragio. Insuficiencias en todo régimen existen, al igual que diferencias e inconformidades, pero para ello también se han definido procedimientos, para que sean resueltas en términos de lo que la ley ordena.
A pesar de los avances innegables, es preocupante que la legalidad no esté presente en los valores de la sociedad y en las actitudes de muchas autoridades. Lo más preocupante es la impunidad, manifiesta en una creciente violencia y en la ausencia de Estado de Derecho en amplias regiones del país. La protesta de ley no es simple retórica, sino principio fundamental de desempeño: cumplir y hacer cumplir la Constitución y sus leyes.
Las autoridades no tienen discrecionalidad respecto a hacer cumplir la ley. Es su obligación. El monopolio de la fuerza legítima es sustento del estado de derecho. Por lo mismo, es inaceptable poner en un mismo plano la violencia criminal respecto a la obligación de los gobernantes de hacer valer la ley. Esto no es licencia para un uso excesivo, irresponsable e indiscriminado de la fuerza pública. La violencia se combate con la ley en la mano. El exceso o el agravio a los derechos humanos en su aplicación también está sancionado por la ley.
La legalidad es la mejor garantía para la justicia y para el combate al crimen. Lo peor es ceder en su vigencia, lo que, además de ilegal, deja expuesta a la sociedad ante la delincuencia y compromete el sentido de autoridad en su responsabilidad principal, la de mantener la paz social y la vigencia de los derechos de las personas.
De mala manera estamos ingresando a lo que será el último tercio del gobierno del presidente López Obrador. Deterioro en la seguridad y en la economía, además del encono que ha caracterizado los últimos años a la vida pública. Hoy las elecciones no resuelven la competencia por el poder para abrir paso a la concordia, más bien exacerban la confrontación. Eso hace inevitable que se pierda sentido de proyecto común.
En el escenario que ahora se vive, es preciso que los actores políticos y la sociedad puedan entender la circunstancia para no ser rehenes de la polarización. Los gobiernos se van, el país continúa y al parecer muchos de los grandes problemas de siempre permanecerán, pero agravados: la polarización, la incertidumbre de derechos, la desigualdad social, la falta de oportunidades, la corrupción y la impunidad.
Todo indica que en el futuro las cosas no van a cambiar. Los comicios habrán de librarse con singular pasión y vehemencia. Podrían incluso desbordarse en la medida en que las leyes no se respeten y que las autoridades que conducen la competencia se vean obstruidas para llevar los procesos en los términos de una contienda justa.
La polarización nos ha llevado a desconfiar de la mesura y de la prudencia, las que se confunden, de un lado y del otro, como una actitud tibia o vacilante. Ambos bandos demandan adhesión incondicional; un llamado de guerra en la que lo mejor del país queda en entredicho. Nunca como ahora se compromete la coexistencia civilizada de los diferentes.
La lucha contra la impunidad debe ser un objetivo irrenunciable. pero, someterla a los tiempos y al cálculo de la política le envilece, especialmente, cuando se discrimina su aplicación a partir de las afinidades o de la distancia de los imputados con el poder. Lo que procede es la aplicación estricta de la ley, el respeto de la presunción de inocencia y el cuidado al debido proceso.
La altura de miras va de la mano de la renovación de la vida pública. Es preciso trascender el ambiente de desconfianza, encono y odio que se ha incubado desde la presidencia. Debería a estas alturas quedar claro que un mejor porvenir es tarea de todos, y que no podrá transitarse a un mejor país pensando en la humillación o el exterminio del otro.
El país ha ingresado al vértigo propio del proceso sucesorio. Acontece con una inédita anticipación, como también ha sido la manera como la coalición gobernante procesa la selección de su candidato presidencial. La política tiene su propia lógica y la ley no puede sobreponerse de manera irracional, pero tampoco se puede ignorar lo que la norma manda. La simulación o el fraude a la ley nada positivo aporta, menos cuando de lo que se trata es elegir un nuevo gobierno.
Cualquiera que sea el desenlace, cualquiera, es importante que la renovación del poder signifique romper con la polarización y el deterioro institucional actual. No se trata de regresar al modelo de gobernabilidad que antecede al arribo de Andrés Manuel López Obrador a la presidencia de la República, sino dar paso a una opción con lo mejor de lo actual y del pasado. Esta tarea deberá ser acometida de manera incluyente, sin complacencia a la venalidad, al abuso del poder y al desdén a la legalidad.
La lucha democrática por el poder contribuye a la polarización. Mucho más cuando su mayor impulso viene de la coalición gobernante o de la presidencia de la República. La oposición no debe caer en tal inercia, tampoco debe hacerlo la crítica independiente que ha cumplido una importante función en la defensa de lo mejor en condiciones adversas y de franca provocación desde el poder.
Por importante y poderoso que sea quien gobierna su ciclo es transitorio, además, en el trayecto, hay estaciones que merman la influencia y el poder gubernamental, particularmente el inicio formal e informal de campañas, especialmente cuando ya hay candidatos perfilados, no necesariamente formalizados.
Es imprescindible construir puentes de entendimiento. Comprender la competencia por el poder, pero también que haya un sentido de contención porque mañana será tarea de todos recoger los platos rotos y de manera corresponsable trabajar para atender los retos y oportunidades del porvenir.
Al momento de recomponer y construir el país el mundo será distinto. Requerirán cuotas mayores de inteligencia, oficio, así como compromiso y lealtad a México. Tarea de todos, no sólo de los políticos o de quienes lleguen al gobierno.
La seguridad es responsabilidad fundamental del gobierno. Pero también es de la sociedad. Nadie debe sustraerse de la tarea de participar en el empeño de un país seguro. La realidad es que la violencia representa el mayor problema de las últimas décadas. Gobiernos de los tres órdenes vienen y van, pero el problema no sólo persiste, sino que se ha agravado. Las cifras de homicidios violentos no pueden soslayarse.
El asesinato de dos padres jesuitas y un seglar en la Tarahumara ha sacudido la conciencia nacional. La indignación es generalizada y constituye un punto de inflexión que con humildad debemos atender. El presunto homicida, plenamente identificado y acusado de varios asesinatos, actuaba desde hace cuatro años con toda libertad. Los hechos son trágicos e ilustrativos de lo que sucede a muchas personas en amplios territorios del país.
Medidas desesperadas u ocurrencias para contener el crimen no ayudan y han empeorado el problema. El tema llama para actuar con determinación en las causas profundas que los originan y también en los incentivos perversos de la criminalidad, particularmente el elevadísimo nivel de impunidad.
Revertir las condiciones que propician el curso delictivo es tarea compleja, se requiere actuar en muchos planos por mucho tiempo. Los niveles de violencia que nuestra sociedad está soportando demandan un diagnóstico serio, al margen del prejuicio y de las posturas simplistas. Al mismo tiempo y de manera inmediata debe abatirse la impunidad.
La acción del Estado para combatir al crimen no es equiparable a la expansión de la delincuencia. La primera está regulada y tiene al objetivo de proveer seguridad para todos. Las malas experiencias han probado que debe actuarse con visión estratégica y planeación. El sistema de seguridad debe operar de manera integral, en todos los órdenes de gobierno y también en la sociedad.
Es evidente: la estrategia gubernamental no ha dado los resultados que se ofrecieron. El presidente le dedica diariamente atención, pero los hechos indican que la ola criminal sólo crece. Es momento de evaluar, despojados de predefiniciones, lo que se ha hecho no sólo en estos cuatro años. Hay lecciones positivas del pasado que deben revalorarse y también errores a enmendar o corregir.
Uno de los problemas estructurales más serios y con impacto en múltiples aspectos de la vida social, es el déficit de legalidad. No es un asunto nuevo, pero lo que se ha visto en estos meses no guarda precedente y debe preocupar a todos. No es solo el incumplimiento de la norma por parte de las autoridades, sino incluso el desentendimiento abierto a las sentencias y resoluciones judiciales.
La impunidad es un agravio mayor a la sociedad. La ausencia de sanción legal es una afrenta a la convivencia civilizada y es causa de muchos otros problemas como es la violencia y la inseguridad, la afectación a los derechos de las personas, la incertidumbre y la desconfianza para la inversión, que afecta el crecimiento económico.
En el ámbito electoral existe una situación delicada en extremo. El órgano electoral se ha visto descalificado por la presidencia, el partido mayoritario, sus legisladores y funcionarios federales y ejecutivos locales. Sus determinaciones son rechazadas sistemáticamente bajo la falsa tesis de que son una expresión de parcialidad. Esta postura mina la autoridad de quien tiene la difícil encomienda de conducir la competencia por el poder y, consecuentemente, reduce fuerza a sus decisiones.
La tarea del INE y de los órganos electorales locales es la aplicación estricta de la ley. Hay casos, como las normas de publicidad y actuación de interesados en materia de revocación de mandato, que van contra la naturaleza misma de la política. Sin embargo, las autoridades harán bien en no entrar al debate sobre lo justo o lo injusto, y deben cumplir y hacer cumplir la ley, por lo que no hay espacio para rechazar sus decisiones. En todo caso recurrirlas por la vía jurisdiccional y, en su momento, enmendarlas por el Congreso.
Que las autoridades se desentiendan de las sentencias del Tribunal Electoral, jurisdicción de última instancia, reviste la mayor gravedad. La negativa de la mayoría parlamentaria en la Comisión Permanente de rechazar la resolución de incorporar a esa estructura administrativa a la representación de Movimiento Ciudadano es un muy lamentable precedente. Lo deseable es que la Corte rechace el intento de quebrantar la definitividad de las decisiones del Tribunal y obligue a todos a cumplir la ley.