La imparcialidad al igual que la objetividad o la neutralidad son conceptos siempre deseables, pero difíciles de alcanzar. Se requiere de mucha honestidad intelectual o profesional hacerlos posible, sobre todo cuando el plano de responsabilidad institucional lo exige, particularmente en las tareas de la justicia.
La procuración de justicia ahora a cargo de fiscales autónomos demanda imparcialidad. Lo mismo para el juzgador. La verdad casi siempre es elusiva, porque se trata de hechos, pero también de asignar presuntas responsabilidades y por lo mismo quien investiga o quien juzga debe hacer un juicio que involucra la lógica asociada a la razón y también a valores vinculados a la ética. En materia de justicia no debe pretenderse aceptación o aval social. Lo que se requiere es actuar con cabal apego a la ley y que lo actuado incorpore un indeclinable compromiso con la verdad.
La mayor dificultad que ha encarado la comisión que se integró en este gobierno para esclarecer los hechos de Iguala –en el que desaparecieron 43 estudiantes de la Normal de Ayotzinapa– es que careció de los atributos necesarios para realizar una investigación imparcial. De esta forma las conclusiones no fueron resultado de la valoración objetiva de los hechos, sino que se partió de una hipótesis a partir de la cual los datos y los testimonios fueron relacionados con la idea preconcebida de que había sido un crimen de Estado en el que las fuerzas armadas participaron en connivencia con el grupo criminal dominante en la región. Por eso no extraña que los elementos de prueba no sostienen las conclusiones presentadas en el reporte final.
Ahora se llega a una circunstancia comprometedora para la legalidad y también para el objetivo de obtener certeza de los acontecimientos y base para proceder contra los responsables de hechos que resultan atroces. La FGR ha tenido que valorar los elementos y las consideraciones proveídos por la comisión especial para emprender las acciones ministeriales formales. Es inaceptable que la polarización y el interés particular pongan en entredicho la actuación de la Fiscalía, que más allá de cualquier prejuicio o camisa de fuerza que se le quiera imponer, debe actuar con rigor, como es su vocación y mandato.
El tema de la legalidad adquiere relieve en la compleja e inesperada circunstancia en la que ha caído nuestro país. El precedente de incumplimiento de diversos funcionarios de gobierno a las determinaciones del Poder Judicial Federal, particularmente las resoluciones derivadas del juicio de amparo y las sentencias del Tribunal Electoral, son preocupantes en la medida de que los primeros obligados en cumplir con la norma, los servidores públicos, son quienes se desentienden de ésta. Minar la legalidad es debilitar las condiciones que permiten la convivencia civilizada y la certeza de derechos sobre la que ésta descansa.
La ley es un límite obligado para toda autoridad. Cumplirla y hacerla cumplir es axioma de todo funcionario electo. El sistema de justicia ofrece vías confiables para resolver diferencias o para tener claridad sobre el sentido de la norma jurídica. La constitucionalidad de los actos de autoridad se acredita por la actuación de los órganos judiciales, particularmente el Tribunal Electoral y la Suprema Corte.
La virtud de la legalidad es su efecto igualador del gobernado respecto a sus autoridades. Si la ley no obliga al presidente, ya a ningún mexicano obligaría. No hay valor superior que exima del cumplimiento de la ley. En todo caso está el proceso legislativo para adecuar las normas a las necesidades de interés general que plantea el cuidado, mucho más fácil cuando el inconforme con la disposición vigente es quien detenta mayoría legislativa. Esto debe emprenderse en el marco de la Constitución, como expresión de la pluralidad que tiene como referencia y sustento la voluntad ciudadana reflejada en el voto libre.
Dejar atrás el desdén a la ley -no sólo por las autoridades- es uno de los retos mayores de la transformación nacional. Desatendernos de lo que dice la Constitución y las leyes que de ella emanan, justo explica el oprobio de la impunidad que se padece y que es origen de muchos de nuestros males, como es la venalidad, la inseguridad, la desigualdad y la deficiente justicia cotidiana. Por eso, ahora más que nunca es fundamental para el bienestar de los mexicanos y fortaleza del país, emprender la ruta hacia el cumplimiento estricto de la legalidad.
En todo quehacer humano existe el reto de conciliar las intenciones con los resultados. Esto es mucho más importante en el gobierno, y en la política. La situación puede ser complicada, o de plano, ingrata, en la medida de que lo imprevisto, el accidente o la suerte pueden complicar las cosas, pero los malos resultados pueden ser también por desacierto, o por no considerar las dificultades que atañen el hacer realidad lo que se promete o anhela. Estimo que en las malas cuentas de este gobierno concurren ambos aspectos: impericia y mala suerte.
El COVID-19 impactó negativamente a todas las naciones y desestabilizó el orden económico y político prevalecientes. Algunos países tuvieron una buena gestión de la crisis, otros no lo hicieron bien, ni en sus expresiones de salud pública ni en sus efectos colaterales. A México le fue muy mal en ambos aspectos y queda por delante una evaluación profesional e independiente para emitir un juicio determinante. Ojalá y aprendiéramos de las experiencias adversas y, también, que hubiera consecuencias para quienes actuaron de manera negligente, habida cuenta que la indolencia generó muertes que pudieron evitarse.
Otro aspecto imprevisto han sido los efectos de la invasión de Rusia a Ucrania. La desestabilización de los precios de los energéticos y de los granos en el mercado global exacerbaron las dificultades de todas las naciones. La inflación es el común denominador internacional. México se ha visto beneficiado con el aumento de los precios del crudo, pero el incremento a las importaciones de combustibles y el subsidio al diésel y las gasolinas minimizan el beneficio. De cualquier manera, el reacomodo de la economía global abre posibilidades a México en la reorientación de inversiones, pero el gobierno no ha actuado en consecuencia.
De modo que tres grandes intenciones del pretendido cambio de régimen quedan en entredicho con los resultados: la seguridad, el combate a la desigualdad y abatir la corrupción. En los tres casos, las malas cuentas son responsabilidad propia. No importa que las encuestas muestren una gran aprobación al Presidente o que su partido gane la próxima elección: lo que importa son los resultados, y a la vista de todos está que ya no llegaron.
No se puede regatear la realidad: hay un déficit severo de seguridad que afecta a las personas, familias, empresas, comunidades y regiones. Su protección es fundamental, como también es indispensable la seguridad para una convivencia civilizada y para la paz social. La falta de certeza de derechos por el embate del crimen afecta todas las actividades y es uno de los grandes desafíos de hoy.
No todo el país es zona de desastre, hay algunos territorios que han podido mantener una situación razonablemente satisfactoria en materia de seguridad, como Yucatán, Campeche y Querétaro; en otros se ha podido revertir una situación adversa como Coahuila y Nuevo León. La conclusión es que donde los delitos se investigan y se castiga a los responsables prevalece la seguridad. Así sucede porque la sociedad se involucra de diversas formas en la tarea, porque las policías locales -estatales y municipales- hacen bien su tarea y cuentan con la confianza de la población.
Esto implica que ninguna estrategia de seguridad dará resultados a partir sólo, y si fuera el caso, de una presencia de la Guardia Nacional en lo local. Las policías de proximidad son fundamentales para prever y para perseguir delitos, así como se requieren autoridades que hagan del tema una prioridad. La insuficiencia de la estrategia existente es que no se concede la debida atención y respaldo a las policías más próximas a la población. De hecho, por esta fragilidad en no pocos casos estas policías sirven al enemigo de la sociedad.
La solución no está en resolver la insuficiencia institucional en el ámbito local con un cuerpo de seguridad nacional que hasta ahora ha fracasado. Una buena solución llama precisamente a concentrar en lo local esfuerzos e inversión. Además, para dar continuidad y una óptima supervisión y participación social, es recomendable el involucramiento de la sociedad organizada. En las horas más oscuras de Nuevo León, dos hombres ejemplares y comprometidos provocaron el cambio para bien con la participación de muchos más y representaron una convocatoria épica a la acción coordinada de la que mucho podríamos aprender: Lorenzo Zambrano (QEPD) y José Antonio Fernández Carbajal.
Una de las mayores insuficiencias del desarrollo en nuestro país es el déficit de legalidad. Se trata de una inercia que nos ancla justamente al pasado. De hecho, debe sorprender que logros significativos en materia económica y política no se han acompañado con la fortaleza del estado de derecho. Tengo la convicción plena que el México deseable obligará a tomar con mayor determinación el tema de legalidad.
Existen fortalezas: instituciones, Constitución y leyes, pero no son suficiente. La cultura de la legalidad es precaria no solo en autoridades y políticos, también en las élites. No pocos han interiorizado coartadas para dar vuelta al cumplimiento con la norma. Uno de los derroteros más delicados y perniciosos es el separar la justicia de su expresión normativa. Particularmente para las autoridades, no puede haber otra justicia que la legal.
La Suprema Corte de Justicia de la Nación ha realizado una tarea encomiable para la salvaguarda de la Constitución. El Tribunal Electoral del Poder Judicial también ha cumplido con su responsabilidad. Sin embargo, el desafío de la justicia es considerablemente mayor, además que el camino a la plena constitucionalidad es sinuoso, complejo y lento. La justicia cotidiana se resuelve en el día a día, en el contacto con las autoridades administrativas, en lo que ocurre en los tribunales en el ámbito local. Nadie puede darse por satisfecho con la situación del sistema de justicia, especialmente si en materia penal se advierte la cifra elevadísima de impunidad.
En el inicio de sesiones ordinarias del Congreso se presentan varios proyectos en el que el debate fundamental será el de la constitucionalidad de los proyectos legislativos. El antecedente de la inconstitucionalidad de la Ley de la Industria Eléctrica no ha sido ejemplar. Por eso es de la mayor relevancia que los legisladores, particularmente los de la mayoría gobernante, se apliquen al examen riguroso para asegurar que las reformas de ley se apeguen a la carta magna. De igual manera habrá que estar atentos a la decisión del pleno de la Corte en torno a la constitucionalidad de la prisión preventiva oficiosa. El momento es clave. Todos queremos un mejor país. Empecemos por comprometernos con la legalidad para hacer viable la esperanza.
Uno de los temas más polémicos en la justicia penal se refiere a la prisión preventiva, es decir, a la posibilidad legal que el imputado de un delito tenga que llevar su proceso en la cárcel, una condena en sí misma, por la privación de la libertad sin que haya mediado proceso, lo que compromete la presunción de inocencia y la salvaguarda de los derechos humanos.
Coincido con quienes piensan que la prisión oficiosa es una medida cautelar extraordinaria. Que se justifica en los supuestos que determina el artículo 19 constitucional: garantizar la comparecencia del imputado en el juicio, el desarrollo de la investigación, la protección de la víctima, de los testigos o de la comunidad, así como cuando el imputado esté siendo procesado o haya sido sentenciado previamente por la comisión de un delito doloso. La condición excepcional de la prisión preventiva se infiere del mismo texto constitucional al señalar “El Ministerio Público sólo podrá solicitar al juez la prisión preventiva cuando otras medidas cautelares no sean suficientes”.
La Corte está por resolver este tema aplicable a una serie de delitos que la misma Constitución determina. Es un asunto delicado, sobre el que el Presidente con llaneza opina que si se elmina podrá provocar corrupción e impunidad. Sin embargo, está también la otra parte, y es la afectación de los derechos del imputado y la presunción de inocencia. Si eso es debatible para delitos que merecen prisión oficiosa, con mayor razón lo es para los que la ley estima en otro sentido.
De conformidad a la información oficial 226,916 personas están privadas de la libertad, y de esa cifra, 92,595 se encuentran sujetas a prisión preventiva. La estadística oficial no ofrece información sobre cuántos son de prisión oficiosa, pero los datos son abrumadores; 40% de los que están en prisión no están sentenciados.
Empoderar al juez para salvaguardar derechos es más recomendable que definir en la ley los delitos en los que los indiciados deban estar en la cárcel como medida cautelar. Aún así, es necesario impulsar criterios normativos para que las decisiones judiciales siempre favorezcan los derechos humanos y la presunción de inocencia. La prisión preventiva debe ser auténticamente excepcional.
Lo que se dice en la política no necesariamente se corresponde a lo que se hace. No es contradicción, tampoco calculada hipocresía, atiende a dos objetivos que subyacen en el ejercicio del poder: la eficacia de los resultados y la aceptación o acuerdo con el gobierno. Hay gestiones que privilegian lo primero; su virtud es el largo plazo, su defecto es que al subestimar el consenso incrementa los costos políticos, la colaboración y apoyo, así como los malos resultados en las elecciones.
Un gobierno que privilegia el acuerdo o la aceptación se fortalece al contar con un amplio consenso, aunque no siempre con sus decisiones sí con quien las emprende. Su mayor debilidad es que en el acumulado del tiempo sacrificar responsabilidad por popularidad tiene un desenlace dramáticamente desastroso. No se advierte en la coyuntura, pero en la perspectiva se avizora un horizonte problemático.
El gobierno del presidente López Obrador se corresponde a este segundo modelo. Sin embargo, es un error suponer que el gobierno hace lo que dice. Para bien, en diversos temas se toman decisiones que cuidan aspectos que no son evidentes en lo que se dice. Esta es una de las razones por las que un sector del empresariado nacional y mantiene una postura de entendimiento y apoyo virtual al presidente. Los empresarios extranjeros son más pragmáticos y sus determinaciones económicas se relacionan con las reglas y las decisiones, no con gestión o diálogo gubernamental.
El exceso retórico tiene consecuencias, para bien, si se trata de ganar favor de la base social y para mal por la manera como se decodifica el mensaje presidencial. Así, por ejemplo, reiterar la defensa de la estrategia de seguridad en abrazos no balazos suele ser entendida como una inexplicable permisividad al crimen organizado, aunque las fuerzas armadas y la Guardia Nacional tengan por cierto que no es el caso.
El tercer tercio del sexenio suele ser el más complejo y el más inmanejable. Se estrechan los meses que quedan y por razones sucesorias el poder se reduce en perspectiva. Las obras y los programas difícilmente verán feliz término porque los recursos y el tiempo no alcanza. En este periodo es cuando adquiere dimensión
La nueva realidad política del país obliga a pensar con realismo. Es preocupante la actual circunstancia de desencuentro, encono y polarización, y más grave aún, que este clima se extienda después de la renovación de poderes en 2024. Que eso ocurra o no, dependerá de los actores de hoy día y sobre todo, de que se entienda que, sin abandonar causa, la reconciliación es la ruta que exige el futuro.
El ambiente existente podría acentuarse por la disputa por el poder. Lo relevante por el momento es el cuidado a las reglas del juego, no debilitar a las instituciones que le dan cauce a la competencia y que la confrontación no implique el exterminio del otro, sino la coexistencia. El esfuerzo fundamental no es nada más entender al otro, sino ser el otro.
La reconciliación no sólo aplica a las fuerzas políticas en competencia; las autoridades son parte relevante, así como las élites. El estilo personal de gobernar del presidente López Obrador es un factor clave del liderazgo social y político sobre un espectro amplio de mexicanos, pero también es un elemento de confrontación y polarización. Con crudeza debe asumirse que él así continuará. En todo caso, la exigencia al mandatario debe centrarse en el cumplimiento estricto con la ley y el respeto y cuidado que debe al régimen institucional que lo llevó al poder.
La sociedad está dividida. No es un tema de mayorías, que sería relevante para objetivos electorales, pero no para transitar al futuro. La inseguridad y la economía están en el centro de las preocupaciones, desgraciadamente la prioridad del gobierno es la continuidad de los proyectos y obras emblemáticas en curso.
La disputa electoral se anticipa encendida. El partido en el gobierno ha mostrado un desentendimiento por los tiempos formales para la selección de candidatos y fracturas hacia su interior. Por su parte, en la oposición se encaran dificultades para construir una coalición amplia para 2023. Es muy preocupante que el INE y el Tribunal no adviertan las consecuencias sobre el derecho a ser votado en determinaciones de equidad de género para cargos unipersonales, aspecto no legislado. Replican lo mismo que reclaman al presidente, desentenderse de la ley, que los obliga a cuidar la institucionalidad democrática.
Hace mucho sentido que Morena haya dado un paso importante hacia su institucionalización con la integración de su órgano colectivo de gobierno. Hacerlo mediante la participación de la base es complicado, más si esto ocurre en la proximidad del proceso sucesorio. De haberse dado en los primeros dos años del actual gobierno, no habría presentado los problemas del pasado fin de semana.
Los partidos, todos, viven una crisis estructural que remite a la dificultad de la representación política en la sociedad de hoy día. Desde hace décadas la inercia electoral ha desdibujado a estas organizaciones como articuladoras de un proyecto político o ideológico. Un partido que no gana elecciones es un partido que desaparece o en el mejor de los casos se vuelve testimonial. Para cobrar fuerza y permanencia deben lograr, al menos tres cosas: una base electoral estable, un segmento de simpatizantes y una identidad que concite interés y, eventualmente, votos del gran público. Pero el triunfo electoral genera inercias que también resultan perniciosas.
La mejor forma de enfrentar los retos es la institucionalización, que tiene que ver al menos con tres aspectos: programa, reglas y gobierno. Lo segundo es clave: requiere de fórmulas colegiadas de decisión. Un partido a merced de un dirigente o de una instancia de autoridad, es una organización débil por más prometedor que sea el momento. Estimo que este es el reto mayor de Morena. El objetivo es trascender hacia el futuro más allá de su actual fortaleza, derivada del liderazgo personal de Andrés Manuel López Obrador y del acceso al gobierno y a la representación política.
Los tiempos adelante son desafiantes para el partido gobernante, aunque en la proximidad perfile un futuro promisorio. El movimiento no transitó con claridad institucional en la mejor circunstancia. Se decidió hacerlo cuando los intereses que convergen en su interior enfrentan el reacomodo de poder derivado de la sucesión. Parece, además, que pierden de vista que López Obrador concluirá en poco más de dos años su ciclo de gobierno, y que ningún partido en una democracia puede visualizarse a sí mismo permanentemente en el poder. Institucionalizarse para competir en buena lid les exigirá todavía un mayor esfuerzo de cultura cívica.
El mundo y México viven un estado de ánimo de enojo. En tiempos de posverdad, las razones se vuelven emociones y así, es más difícil superar los retos y los conflictos en términos lógicos. Es evidente en el día a día: amplias franjas sociales están descontentas, lo mismo con la situación del país, que con los problemas propios de la entidad o la comunidad en la que viven.
Una de las características de este semblante social es que el enojo se proyecta a los demás, no hacia uno mismo. Como si el entorno sólo fuera responsabilidad del vecino, del alcalde, del gobernador, del presidente, de los otros. Así, una circunstancia que podría ser virtuosa si diera lugar a un cambio constructivo y positivo en el conjunto de la sociedad a partir del análisis racional, se ha convertido en un lastre que dificulta todavía más encontrar respuestas a la adversidad.
El éxito político y electoral de las experiencias populistas, incluyendo la nuestra, se explica por líderes que dan cauce al descontento, pero pocas veces para mejorar el estado de cosas. Se identifican los problemas, sus causas, pero se aplazan o de plano se desdeñan las soluciones. Peor: se toman acciones que profundizan la crisis. Por ello el ciclo del populismo, en la mayoría de los casos, es de corta vida, a pesar de la intensidad en su momento de vigencia.
Como fenómeno social, el enojo colectivo antecede al triunfo de López Obrador y de su proyecto político, pero también lo explica en sus magros resultados. En la coyuntura actual de decepción in crescendo, México requiere que este sentimiento tenga cauce por la vía institucional, especialmente en los partidos políticos, las organizaciones civiles, los medios de comunicación y las elecciones. Lo peor es que sea la protesta callejera la que cobre fuerza y que su sujeto sean las masas, no el ciudadano; si ya existe, lo óptimo es hacer de esta energía colectiva motor de una transformación virtuosa, que realmente empodere a la gente en un sistema de representación capaz de expresar la pluralidad del mosaico social, cultural y regional que es México.
El enojo puede ser el punto de partida para un mejor país en la medida en que cada quien se entienda parte de la solución, y no como un actor pasivo decidido a que alguien más haga su tarea.